Capítulo 9
Todos estábamos contaminados hasta que no se demostrara lo contrario. Esos días hasta dentro de la misma familia existía desconfianza, en ocasiones porque no había tiempo aún para que quien la tuviera manifestara los síntomas y mucho más, cuando durante la misma semana, precisamente esa semana, tendría el mayor potencial de infección en el país. Una tormenta apocalíptica se cernía sobre el mundo y los pronósticos intimidaban. El vaticinio daba en su reflejo los ochocientos muertos para el 6 de abril y unos veintidós mil infectados aproximadamente, algo así como el principio del fin. Lo que veíamos por las noticias sucedía pero en otras partes y ahora estaba tocando la puerta de la casa. Si en la mañana o en la noche pausando el ejercicio de caminar abría levemente la puerta de la calle para avistar la soledad y un ambiente algo tétrico, las advertencias de los científicos recomendaban no salir para nada, pues era muy alta la probabilidad de contraer la infección. Si se hacía para algo supuestamente urgente, marcábamos la trampa hacia un tormento. Teníamos que estar al día y no aislarnos de manera simple. El pico de la pandemia se espera para el próximo fin de semana, dijeron las noticias y luego, por fin, disminuirían los casos para el fin de abril. Era cerca porque estábamos marcando el 27 de marzo y los días empezaron a desperezarse lentos. Por fortuna, en medio de la pesadilla, al final resultaban alentadores los informes del panel de científicos porque si se guardaba la cuarentena, la probabilidad de contagio era muy baja. ¿Serían ilusiones?
Para completar, había llegado con más fuerza la temporada de lluvias y fuertes aguaceros dejaban sin techo a las familias, desde luego las desposeídas que eran la gran parte. Los estragos no resultaban pocos. Milagrosamente, por arte de los decretos, las clínicas cerradas por quiebras durante años se abrían por la emergencia y el aire era más puro en todas partes.
Capítulo 10
Los incidentes brotaban como un mal presagio y hasta se habían convertido en un peligro las profesiones donde era indispensable estar afuera en tiempos de pandemia. ¿Quién no era vulnerable? Tanta suficiencia de algunos, tanta vanidad con sus podercitos de dinero o la miradita de superioridad comenzaba a bajar su nivel donde todos éramos frágiles o débiles. El virus no reparaba en nadie y vagaba sin discriminar teniéndonos a todos contra las cuerdas por su codicia insaciable. Aun así, las únicas muertes notorias eran las de los famosos y de los hombres públicos, pero todos, casi todos, se convertían en cifras, solo cifras y la importancia de un muerto la tapaban otros hasta perderse en la cuenta de las noticias de hoy. El olvido que seremos, diría Faciolince, un escritor notable. Salían de nuevo las advertencias de mamá cuando estábamos pequeños y nos cantaleteaba con eso de “no vayas a tocar nada en la calle, lávate las manos cuando llegues a casa, no metas las manos sucias en la boca, no estés cogiendo cosas del piso, no te estés tocando la cara con las manos sucias”.
De pronto Jackie advierte alarmada que se ha roto algo en el calentador y está botando agua en forma desmedida. Tratamos de arreglarlo pero se vuelve inútil y el patio comienza su inundación goteada. ¿Quién carajo consigue en estas emergencias la llegada de un fontanero? El patio empezó a convertirse en un charco que de seguir así inundaría la casa en pocas horas. Oscar, mi sobrino y vecino, acude vestido como un astronauta y arregla un poco el desperfecto, pero nos da un número de teléfono donde el especialista llega con las precauciones. Lo logra. Solo sabemos su nombre y le damos las gracias pero dejamos el dinero en el mueble de afuera, una salita de mimbre donde pasábamos buena parte del descanso y que no hemos vuelto a ver sino por la ventana.
De resto las rutinas y la soledad en medio de la incertidumbre y el aislamiento. Ahora no éramos sino nuestros recuerdos. Y llegaban los propios al evocar en la infancia a mamá que nos advertía huyéramos de los piojosos, que los saludáramos apenas desde la lejanía. El desfile de las evocaciones parecía no tener fin como si pasara la película de nuestra existencia llenándonos la vida, donde sin duda por ahora ya no medíamos el tiempo sino las esperas
Carlos Orlando Pardo
Pijao Editores